El tiempo es una espiral interminable donde podemos encontrarnos con nosotros mismos, subyacer a las pesadillas que creamos y habitar lo que siempre nos ha parecido extraño. David Lynch nos lo ha demostrado. Porque detrás de ese estadounidense con pinta de paleto vanguardista y monótona voz nasal, hay uno de los más fascinantes artistas de los últimos cuarenta años. Lynch es un rara avis transgresor e independiente, que no sólo está por encima de convencionalismos, modas y tendencias, sino que ha creado un universo propio absolutamente reconocible y coherente. Todo esto le destaca de la mayoría de cineastas.
Hablar de Lynch es hablar de Cine y mucho más. Pues al ser un artista plástico interesante y experimentado, y un músico y sonidista conocedor de los lenguajes esenciales, Lynch no hace una película cuando hace una película. Lynch esculpe el tiempo, como Tarkovski, y propone una puesta en escena donde nada está al azar, y donde cada brillo, cada color, cada ángulo escenográfico o de cámara, cada nota musical, cada ruido, está colocado con absoluta precisión, creando una maquinaria perfecta. Sus películas no deben contemplarse como películas, sino que deben ser vividas, habitadas, desde dentro, como experiencias sensoriales que van más allá. Lynch fabrica una especie de cuadro tridimensional, y te obliga a entrar en él.
El infierno está en nosotros. Eso también lo ha demostrado este artista genial, a base de pinceladas sutiles en cada uno de sus planos. Hasta en su película más amable, Una historia verdadera, hay espacio para salpicar de horror, desasosiego y desconcierto (la escena de la mujer que incomprensiblemente atropella ciervos sin querer, es un ejemplo de ello). Y constantemente nos hace descender a ese infierno personal, contado desde distintos prismas. Con frecuencia, el viaje del (anti)héroe es, en manos de Lynch, un paseo por ese infierno, o una catarsis que le llevará irremediablemente hasta ese lugar. De entrada, suele haber otra excusa argumental, claro. Uno de sus recursos suele ser usar elementos del thriller y del cine negro para crear la línea argumental. Pero el auténtico leitmotiv queda encubierto. Al fin y al cabo, Lynch es un gran ilusionista. Al usar como excusa argumental elementos propios de otros géneros, se hace especialista también en claves primordiales de los mismos. Digamos que nos indica que conoce los lenguajes, aunque no los emplee de un modo puro, ni remotamente. Sin embargo, cuando uno de esos elementos entra en juego, lo hace con una fuerza demoledora y sin tapujos ni prejuicios. Por ejemplo, es famosa su manera de entender y usar el humor negro, como apoyo argumental en una línea propia del cine negro o del thriller. Y cuando lo usa, desmonta por completo al espectador. Su humor negro acaba siendo más descarado que el de los hermanos Coen o el de Quentin Tarantino, y más retorcido, pero la sutileza con la que ha preparado el momento donde dispara ese recurso nos ha engañado por completo, por lo que acaba siendo aún más efectivo. Conclusión: es más elegante.
Y es que, reiterando, David Lynch no es un director evidente. Una vez hice un ejercicio interesante: traté de recordar cómo era una secuencia en particular de Mullholand Drive, y cómo debía resolverse la edición de esta secuencia. Estaba escribiendo un guión claramente influenciado por este autor, y quería probarme un poco a mí mismo. Recordé los planos y los anoté. Después, traté de esbozar su montaje, teniendo en cuenta transiciones y cortes. Cuando revisé la escena de la película, comprobé que mi apreciación era opuesta a la suya. Comprendí que Lynch había trabajado la secuencia –y la película- de una manera “poco lógica”. Casi diríamos que “incorrecta” a nivel formal. Le funcionó, y de qué modo.
David Lynch parte de algo muy interesante para introducir sus pesadillas: somos parte de ellas y no es posible ignorarlas. Están ahí y van a estar siempre. Y dado que el tiempo es la espiral interminable que mencionamos, las posibilidades son infinitas. Juega con el tiempo, por lo que el espectador debe comprender que todo es posible, y que los protagonistas son sólo habitantes de ese mundo, que tratarán de desentrañar parte de lo que sucede. Siempre hay giros, trucos y ases en la manga. Lynch, como cualquier dios (macabro, cínico y vengativo con frecuencia), va a reservarse sorpresas increíbles. Y no siempre va a mostrártelas con descaro. Precisamente es su sutileza lo que le distingue. Con frecuencia va introduciendo elementos que, a priori, son casi inapreciables. El espectador no es consciente de qué está ocurriendo, de cómo esos elementos empiezan a formar parte natural del entorno, pero de algún modo lo sienten. Esa es la grandeza de Lynch: trabajar en un plano subconsciente, con absoluta maestría. Cuando el espectador es consciente de qué está ocurriendo, ya lleva mucho viviendo la experiencia, y desde el comienzo ha ido metiéndose en esa pesadilla, casi sin querer, gracias a la extraordinaria habilidad de este retorcido cineasta, que te ha guiado sutilmente por los caminos que a él le ha interesado. Si en el Cine todo importa, y cada decisión técnica y artística afecta al resultado total de la película, en el cine de David Lynch mucho más. En este sentido, podemos compararlo sólo con cineastas del calibre de Ingmar Bergman, Carl Theodor Dreyer, Luis Buñuel, Werner Herzog o el citado Andrei Tarkovski, por poner ejemplos evidentes.
Quien me conoce, sabe que David Lynch es una de mis grandes obsesiones. He amado su arte, lo he estudiado y lo he tenido como referente toda mi vida creativa. Me ha inspirado. Y lo ha hecho con una premisa siempre presente: trata al espectador como alguien inteligente. Lynch es muy estricto en este sentido, y son sus películas las que acaban encontrando a los espectadores que merece. No es casualidad, por tanto, que varios de sus colaboradores habituales hagan exactamente lo mismo. Y no puedo dejar de nombrar a tres de ellos que han sido decisivos en las creaciones de atmósferas de este autor: David Bowie, Chris Isaak y Angelo Badalamenti. Y es que la música es esencial, y la forma de tratarla. Pocos músicos han entendido esto al nivel que Lynch exige. Juntos son infalibles. Sólo hay que recordar la entrada de Carretera perdida, con la absorbente y maravillosa voz de David Bowie inundando los magníficos créditos iniciales; o los primeros compases de la banda sonora compuesta por Badalamenti, en los primeros minutos de Mullholand Drive, con un seguimiento aéreo a un vehículo que transita por la carretera que le da nombre a la película. En esos primeros instantes, ya estás enganchado a la adrenalínica y misteriosa propuesta de este artista.
Erotismo es otra palabra que no puede faltar en su vocabulario. De algún modo, y sin apartarnos de lo grotesco y pesadillesco, Lynch es un director que hace del erotismo un arte apreciado y maravilloso. También es sutil en esto. Resulta elegante a nivel formal y estético, nada obsceno, nada sucio. Cada momento de Audrey (Sherilyn Fenn) en la serie Twin Peaks o el casting que hace Betty (maravillosa Naomi Watts) en Mulholand Drive, lo demuestra. Sin mostrar casi nada, sin desnudos innecesarios, y con una calma demoledora, son escenas que te desmontan gracias a una labor pura de dirección e interpretación. Pero sobretodo es el tempo narrativo lo que resulta aquí definitivo. Una vez más, Lynch demuestra ser un auténtico maestro en esto.
Descubrí a David Lynch con Twin Peaks, la serie. Fue en la primera emisión en España de este magnífico hallazgo, que me dejé cautivar por su demoledora presencia en la psique colectiva. Porque, una vez has hecho entrada en los claroscuros lynchianos, ya no puedes volver a salir. Desde ese instante, le perteneces. Sólo eres una pieza más, una vulgar marioneta, en sus manos. Y la obra de este autor se retroalimenta gracias a esa idea. Somos nosotros los que completamos sus propuestas, y somos nosotros los que, de algún modo, formamos sus pesadillas. Era muy joven cuando me enfrenté a este descubrimiento a través de la serie, pero no me fue difícil entender de dónde venía y qué podía llegar después. Y al ver sus obras anteriores, no pude sino rendirme para siempre ante la mirada siniestra y lúcida de este cineasta. Era coherente, a pesar de su aparente incoherencia. Y sus películas eran ordenadas y precisas, a pesar de su aparente caos. Redescubrir eso siempre me ha fascinado.
Los perversos mundos de Lynch están fabricados de un modo en los que resulta muy difícil juzgar a los protagonistas, o darles una carga moral. Porque en esos submundos del inconsciente, no hay reglas morales. Con frecuencia, la historia planteada gira en torno a un asesinato. Pero generalmente, los responsables de los mismos ni siquiera saben o recuerdan que lo son. «Me gusta recordar las cosas a mi modo, no exactamente como ocurrieron», afirma Fred (estupendo Bill Pullman) en Carretera perdida. Toda una declaración de intenciones. Lynch pone sobre la mesa un tablero difícil de jugar, porque todo está lleno de dobles lecturas, y según avanzamos, encontramos varias capas en las que movernos. Por tanto, pasa muy rápido del «¿quién lo hizo?», a un muy general «¿qué demonios está ocurriendo aquí?» y «¿por qué?». Una de esas capas puede dar lugar a una película compleja e interesante, pero más anclada en un género en concreto. Lynch evita esto enseguida. Ya en el maravilloso capítulo piloto de Twin Peaks queda bastante clara esa intención. Y los que seguimos la serie con el protocolo que la televisión marca, es decir, con las sufridas esperas a la llegada de siguientes capítulos, supimos enseguida que la frase promocional de la serie «¿quién mató a Laura Palmer?» perdía importancia según se iban abriendo caminos inesperados. De hecho, y sin entrar aquí en terrenos metafísicos y centrándonos en un espacio absolutamente terrenal, el protagonista Dale Cooper (genial Kyle MacLachlan), investigador del FBI, descubre al menos seis o siete secretos interesantes de los habitantes del pueblo que le da título a la serie, ya en el primer capítulo, en lo que representan sus primeras veinticuatro horas en el lugar. Todo el mundo tiene secretos, todos tienen algo que esconder. Por tanto, todo el mundo es sospechoso. Lynch demostró ser un mago de la improvisación en el terreno argumental. Y es conocido su modo de resolver el planteamiento inicial en esta serie, a partir de una famosa toma donde se coló un técnico en el encuadre, que acabaría dando la pista definitiva sobre el asesino de la popular y joven Laura. Aquí, la supuesta rivalidad con el gran Mark Frost, co-creador de la serie, quedó zanjada, pues ambos acabaron complementándose perfectamente. Cada uno manejaba un terreno difícil para el otro. Frost, como buen veterano de la televisión, trataba de dejar todo cerrado y de controlar el argumento sin dejar fisuras. Lynch, muy dado a la improvisación argumental, abría y exploraba los caminos nuevos que la serie necesitaba. Y para hacerlo, daba golpes de efecto geniales.
Pero su maestría no reside en esos golpes de efecto. David Lynch no es un tramposo al uso, un vulgar trilero, cuya fuerza argumental reside en tratar de dar el famoso -y a menudo vomitivo- giro argumental, tratando así de demostrar que es más inteligente que el espectador. Nada más lejos. Lynch no compite con el espectador, si no que le manipula y le pervierte, hasta hacerlo dudar incluso de sí mismo. Pero a la vez, le divierte y entretiene. Le invita a abandonar sus prejuicios y a enfrentarse a sus temores, y juega con él.
David Lynch es un gran observador de la realidad. Y esa realidad, a menudo, es perversa. Su manera de transmitirlo es íntima, cercana y dolorosa. No se aleja de esto cuando nos habla de una realidad más «entendible». El hombre elefante, trágica e interesante historia de esa víctima de los prejuicios victorianos que fue John Merrick (interpretado aquí por un gran John Hurt) o Una historia verdadera, bonita historia de Alvin Straight (magistral Richard Farnsworth), son dos de las películas más necesarias, a mi juicio, de las últimas décadas. Y su retrato de una realidad reconocible, aún con elementos extraños -de hecho, los protagonistas de ambas historias lo son, cada uno a su modo-, es digna de mención. Pues para entrar en terrenos más oscuros y decadentes, Lynch debe conocer antes espacios más luminosos y menos oníricos. Si bien que, de todos modos, El hombre elefante, en parte por su fotografía expresionista en blanco y negro, no se aleja tanto de los submundos que tanto le gusta frecuentar. Con Una historia verdadera, Lynch recuperaba un merecido prestigio en los grandes festivales. Y conviene recordar que este director siempre ha gozado de esa credibilidad en los prestigiosos circuitos de cine. Esto le ha garantizado cierta relajación. Y le ha proporcionado la confianza de productores, actrices, actores y demás colaboradores, para elaborar historias que, a menudo, sólo él comprendía del todo. Cuando ha conseguido ese apoyo, ha resultado infalible. La nombrada El hombre elefante, que Mel Brooks, admirador de su Cabeza borradora, se empeñó en financiarle; Terciopelo azul, que adelantaba los misterios y atmósferas de lo que luego sería Twin Peaks; Corazón salvaje, increíble road movie ganadora de la palma de oro en Cannes; Twin Peaks: fuego camina conmigo, complemento de la serie, algo incomprendida y magnífica; Carretera perdida, retorcida, circular y maravillosamente resuelta; Una historia verdadera, precisa y preciosa aventura repleta de buen gusto; o ese pretendido capítulo piloto que acabó siendo una lección de cine impresionante llamado Mulholland Drive, son ejemplos de lo que este artista es capaz de hacer con los equipos adecuados.
Pero basta mirar al comienzo de su carrera, con genialidades como The alphabet o The grandmother (cortometrajes del primerizo David Lynch, estudiante de Bellas Artes), para darnos cuenta que el talento no se puede comprar. Una etapa que concluye con el arranque a su carrera en el largometraje. Cabeza borradora sigue siendo, en mi opinión, su película más representativa. Con joyas como las que hemos nombrado, ignoro si aspira a ser su mejor filme. Pero está claro que su genio demoledor y transgresor está fuera de toda duda en este trabajo. Una de las películas más terroríficas jamás realizadas.
Desde aquí, multitud de dudas. Inland empire nos enseñó que Lynch mantiene su talento, pero que quizás no deba arriesgar tanto con ciertos formatos domésticos. Siempre me he negado a creer que un artista es infalible (aunque Bergman o Dreyer me pongan en serias dudas al respecto), y que toda la obra de un artista es destacable o interesante. Si hay una película prescindible de este autor, en mi opinión esa es Inland Empire. Si bien le reconozco que es un ejercicio muy curioso e interesante. De Dune, por supuesto, no pienso ni hablar.
En el resto de experimentos, hay de todo. Interesante en muchos formatos, como la pintura, la fotografía o la música, no hay que bailarle el agua sólo por lo grande que es como cineasta. Ahora tiene una prueba de fuego: la nueva temporada de Twin Peaks. Como Laura Palmer advierte al agente Cooper en uno de sus sueños, se vuelven a ver veinticinco años después. Sus seguidores estamos deseando descubrir si, después de tanto tiempo, se mantiene esa mágica energía. Creemos que sí, pero estamos temerosos de no cumplir expectativas. Algo habitual es exigirle al admirado artista -sea él o cualquier otro- que esté a la altura de lo esperado. Quizás resulte injusto hacerlo. Pero en cualquier caso ahí está su obra, inmortal. Una obra que nos atrapó para siempre y que no nos pertenece. Pues somos nosotros los que le pertenecemos a ella.
Por Cristian Genovés.