Empezando a asimilar la última película de Martin Scorsese, he comprendido que El irlandés es uno de esos conciertos donde se reencuentran viejos rockeros, para deleitar al personal, dando una lección magistral de saber estar, en su propio auto homenaje. Un auto homenaje donde encontramos pinceladas de Malas calles, Uno de los nuestros y Casino, pero también la enormidad de Érase una vez en América y de la trilogía de El Padrino. Conversaciones en italiano, incluidas.
Y, al igual que en esos conciertos, se perdonan fallos y excesos, en favor de la precisión técnica, de la grandilocuencia, del puro espectáculo. Porque, en esencia, El irlandés es eso: un ejercicio masturbatorio, pero elegante. Un baño de masas, donde viejas leyendas se lo pasan en grande haciendo lo que mejor saben hacer. Y de qué modo. Porque esa panda de viejos sabios te desmontan con su arte cada vez que se lo proponen. Y, encima, con estrella invitada. Porque a los amiguetes Martin, Bob DeNiro, Pesci y Keitel, se les ocurre llamar a Al Pacino, para redondear el evento. Como si los Queen cuentan con David Bowie para hacer Under pressure. Para hacerlo, quizás, más divertido.
Ya era extraño que el bueno de Scorsese no trabajara antes con la estrella de El Padrino, y más en un entorno de gánsteres y políticos corruptos. Pero esperar a colaborar juntos hasta esta obra magna ha merecido la pena. Y eso que a Pacino le falta un pelo para que les escape varios “uh-ha” de su Esencia de mujer, en varias escenas. Se le disculpa. Qué más da, si luego te noquea con una sola mirada, como hace en varias ocasiones, rozando el admirado temple de su Michael Corleone. O comiéndose un simple helado.
Y de los “buenos chicos” habituales de Scorsese, uno encuentra lo que espera: aplomo, profesionalidad y, sobre todo, mucha complicidad. Qué alegría verlos reunidos, de nuevo, marcando el ritmo de esta gran película. Lo de Keitel, anecdótico, pero estupendamente encajado. Pero el dúo DeNiro y Pesci, espectacular. Robert DeNiro aguanta lo que le echen, demostrando por qué ha sido siempre el actor de confianza de este gran director. Cree en su rol, y transmite verdad. Y, de nuevo, como un viejo rockero, se sobrepone a deslices sin importancia, porque se pasea por la película como Angus Young en un escenario: resulta evidente, previsible y conocido, y falla cada diez notas, pero lidera AC/DC, y ofrece gran espectáculo y brillantez. DeNiro, lo mismo. Es como un gran músico que se permite excesos, dudas, estupideces, errores, pero que sabe ponerse serio, y clavarte cada nota en una perfecta ejecución musical de un tema en concreto. En El irlandés, vuelve a hacerlo. Una llamada telefónica lo demuestra. O cualquiera de las escuchas a Pesci o Pacino.
No es casual, por tanto, que donde mejor están los protagonistas es en momentos de relativa calma, de sosiego, de cierta tranquilidad. Un silencio, una mirada –qué increíble juego de miradas tiene toda la película-, un gesto sutil, y ya te tienen ganado. Y digo relativa calma, porque la película está inundada de una tensión magníficamente controlada por el director y sus actores, que evolucionan también a cada frase proveniente de un guión portentoso. Todo esto reforzado por intérpretes que dan réplicas perfectas, cuando no brillantes, como Stephen Graham o Anna Paquin.
Lo que parece de otro mundo, empero, es el recuperado Joe Pesci. Qué manera de interpretar. Qué increíble lección nos regala. En mi opinión, si la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas impartiera justicia, dejaría a dos velas a Joaquín Phoenix, en favor del grandísimo Joe Pesci, que con sutileza borda un personaje demoledor y maravilloso.
Pero, muy especialmente, y obviando evidencias esperadas del equipo de Scorsese (montaje preciso, buena fotografía, cuidada ambientación, excelente música…), menudo tercio final proponen estos rockeros, con su mirada nostálgica del músico que no quiere decir adiós, que se resiste a abandonar un escenario. Maravillosa la propuesta crepuscular, digna del mejor cine clásico estadounidense. Qué sugerente y triste, en ese sentido, es ese plano final de DeNiro en la silla de ruedas, con la puerta entre abierta. Porque, efectivamente, hay puertas que no se deben cerrar del todo. Siempre puede tener uno la tentación y la energía de atreverse a subir a un escenario, y tocar de nuevo las viejas notas que nos hicieron felices. O de recuperar un cine que, efectivamente, fue mejor.
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