En 1960, Joan Clayton Boocock, que había adoptado el apellido Lee al casarse, tuvo una conversación con su marido que cambió el mundo. Es curioso y significativo cómo pequeños detalles de una vida, pueden transformar la forma de ver, pensar y soñar de mucha gente. Pero, al fin y al cabo, el Arte también se nutre de este tipo de “accidentes”. Ojalá hubiera más.
En aquella ocasión, esa empática y visionaria mujer estadounidense de clase media le dio el empujón adecuado a su cónyuge, que se convirtió, así, en la super estrella del cómic más importante en décadas. Nacía la leyenda de Stan Lee, el creador.
Esencialmente, Stan Lee era eso, un inconmensurable creador, que ha muerto con las botas puestas, como lo hace una estrella de rock. Por eso me cae bien. Por su incansable batalla y su espíritu gamberro. Es cierto que Lee estuvo en el lugar adecuado, en el momento justo. No era fácil dedicarse a guionizar viñetas en los años cuarenta, cuando empezó. Siendo un estadounidense algo relacionado con editoriales, y con ideología cercana a la propaganda en la que su país invertía, era más apropiado. En España, por ejemplo, hubiera sido un poco más complicado, a pesar de los tebeos propios del franquismo, o del tremendo empujón de la editorial Bruguera. El caso es que muy pronto, aquel país entendió que el cómic, el tebeo, las viñetas gráficas, era una herramienta muy interesante, para concienciar a mucha gente, sobre todo jóvenes, de la grandeza de una nación que, al fin y al cabo, había salvado al mundo de las garras del nazismo. Ese empuje ideológico, esa satisfacción, ese orgullo patrio, iba a ser muy bien aprovechado por empresas que no querían decepcionar en absoluto ni al gobierno, ni a las instituciones, ni a empresas asociadas que ayudaban a vender un estilo de vida, ni a millones de potenciales lectores, dispuestos a gastarse con asiduidad unos centavos en comprar un producto que no era tan caro de producir. El mundo del cómic siempre ha respondido a movimientos sociales y políticos, y esta vez iba a ser un negocio redondo.
Conviene recordar que el formato cobra conciencia de sí mismo con The yellow kid, una tira sátira de finales del siglo XIX, que bautiza como “prensa amarilla” a la prensa especializada en criticar parte de la sociedad. Esta tendencia no se abandona nunca. Pero frente a los modelos europeos (aún quedaba bastante para la comercialización basta del producto japonés), Estados Unidos responde con una vuelta de tuerca. Se consolida la imagen del héroe, como superhéroe. Y responde a varias cuestiones que obsesiona a la sociedad estadounidense: el mundo es un lugar hostil y peligroso, siempre hay una amenaza que puede destruirnos, y es necesario prepararse para combatir. Son el centro de todo, y el superhéroe defiende el modelo de vida que ellos imponen. Tiene habilidades extraordinarias, a veces sobrenaturales. En ocasiones, ni siquiera son terrestres. Y, a menudo, han sufrido un accidente radioactivo -fruto de la preocupación en torno al tema, heredero de las barbaridades de la Segunda Guerra Mundial y de la muy activa Guerra Fría-, que les da un extraordinario poder, y una preocupación añadida. Pero comprenden que lo justo es defender lo que los nuevos amos del mundo instruyen a su juventud. Era el momento adecuado para que alguien imaginativo, trabajador y erudito, aportara su sabiduría. Era el momento de Stan Lee.
Con varios superhéroes en activo, promovidos sobre todo por Timely Publications, que pasó a ser la famosa Marvel, y por National Allied Publications, que fue su competidora DC, era necesario promover esa competencia editorial con nuevos superhéroes. Stan Lee, contratado desde los años cuarenta, y que había combatido en la Segunda Guerra Mundial, era un tipo listo que iba a reciclar la mitología clásica y escandinava, aportando personajes que la sociedad estadounidense no controlaba. Al fin y al cabo, era un truco fácil, pero eficiente. Era mucho más simple mostrar viñetas con héroes resolviendo problemas, que con buenas ediciones de La Odisea, La Ilíada, La Eneida o sagas de gestas nórdicas. Los cómics resultaban más cercanos, más amables, muy atractivos. Y la distancia con esa gran y esencial literatura daba ventaja a guionistas como nuestro querido Stan Lee. Aquí, más que creador, demostraba ser un brillante “reciclador”. Nada que objetar.
Así nacen, de su capacidad y su oportunismo, Los Cuatro Fantásticos, Spiderman, Thor, Hulk, Los Vengadores, Iron Man, Daredevil o Dr. Strange, entre muchísimos otros, y por citar sólo a los más populares y reconocibles. Sin olvidar, empero, que esos personajes no se crean sin buenos dibujantes, y sin buenos co-guionistas, que me hacen discutir la autoría real de muchos de ellos. Después de todo, Stan Lee no es autor único de ninguno de sus personajes, como sí pudieron serlo escritores admirados por él, como Arthur Conan Doyle o Stevenson. O como lo han sido otros autores de cómics, como el inalcanzable Hugo Pratt, por ejemplo. Pero no desmerece, en absoluto, su portentosa capacidad creativa, su buen hacer en el oficio, su enorme olfato editorial. Por eso Stan Lee es un grande.
Asimismo, ha sido brillante entretejiendo un enrevesado universo, con muchas lineas narrativas abiertas. En este sentido, resulta ejemplar cómo Stan Lee ha ido resolviendo historias y abriendo nuevos caminos, enriqueciendo una cultura popular importantísima, donde los personajes son protagonistas de sus propias historias, y secundarios de otras; o donde acaban todos mezclados, o se hacen alusión unos a otros. Se retro-alimentan y se dan juego. Se pelean entre sí y se reconcilian. Se olvidan y se vuelven a buscar. Son unas muestras de vida, que acaban siendo tan complejas como la nuestra. Para eso, tuvo la lucidez de introducir problemas y preocupaciones reales, con las que el lector podía -y aún puede- identificarse. Y de hacer propios los valores y los mitos que ya conocía, acercándolos a un público cuya exigencia era diferente. Con el paso del tiempo, se amoldó a otras modas y necesidades. Y siempre supo ser testigo de su tiempo, tratando con sumo respeto al lector, al que consideraba alguien inteligente. Porque lo es. Y durante muchos años, todas esas lineas narrativas crecieron en diversas direcciones, con autoridad e inteligencia, creando una red casi inabarcable de vivencias y de conflictos, que con pulso y veteranía fue resolviendo, para crear conflictos nuevos. Eso es propio de un guionista nato, que necesita contar historias, para trazar la suya propia. Así, con el tiempo, los propios personajes están por encima del propio autor, de su propio padre, al que sólo le quedará ver cómo sus hijos se alejan para tener su propia vida.
Stan Lee se va, y lo hace con autoridad, dejando un vacío difícil de llenar. Se va un maestro en unir sagas, en reciclarlas, en mezclar personajes, en hilar historias. Y se va un genio en llenar de humanidad personajes difíciles de defender, con diálogos imposibles y a menudo desnaturalizados, que fueron marca de la casa, y que paradójicamente dotan de una frescura quizás nunca alcanzada. Décadas de sonrisas y satisfacciones, en millones de lectores que, generación tras generación, han disfrutado asumiendo que el tebeo es parte esencial de la vida. De nuestras vidas. Porque tenía la mejor virtud que un escritor puede tener jamás: sabía hacer felices a sus lectores.
Por Cristian Genovés.
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